Publicado por Alexis Vidal el enero 13, 2012 a las 3:00pm
- Una perspectiva desde las neurociencias
- Una perspectiva desde las neurociencias
Como seguidor de este portal, especializado en Neurociencias y Coaching, se me ocurrió hacer un aporte relacionado con ambas disciplinas, orientado a poder integrar por un lado los avances en conocimiento acerca del cerebro, junto a la psicología experimental, y por otro lo que se sostiene en, al menos, un aspecto del Coaching Ontológico como propuesta práctica de ayuda a las personas que quieren lograr determinados objetivos, para lo cual un factor clave es su modo de comunicarse.
Me centraré en esta entrega en un paralelismo que me ha resultado interesante, a partir de la pregunta: ¿cómo es que pueden sostenerse ciertas afirmaciones de la Ontología del Lenguaje (OL)?
Si bien desde la propuesta epistemológica y antropológica de Rafael Echeverría se sostienen muchas prácticas del quehacer del coach ontológico, resulta relevante profundizar en ciertos fundamentos científicos, considerando al discurso de la ciencia no como un discurso de la verdad –como nos sugiere Echeverría– sino como un discurso poderoso, no solo por su permanente autocrítica, que despeja progresivamente sus sesgos, sino también porque está muy bien fundamentado.
En este caso, el fundamento al que nos referimos, al provenir de la “biología” (aunque ésta se enraiza en la físico-química, cosa que no profundizaremos aquí) creemos que satisfará a muchos de los que disfrutan de de encontrar argumentos biológicos en la OL. Recordemos a estudiosos de la talla de Humberto Maturana y Francisco Varela, tan ligados a esta teoría.
Partiendo de esto como base para esta argumentación, hemos de destacar entonces un aspecto interesante a la luz de las neurociencias en relación a algunas funciones cerebrales. Desde la OL nos referimos a lo que Echeverría llama JUICIOS (y que corrientemente se equiparan a opiniones) que puede proferir cualquier persona. Para Echeverría los seres humanos somos seres que “vivimos en el lenguaje” y, por ello, no es extraño que “enjuiciemos” todo el tiempo, todo lo que ocurre. En otras palabras: las personas nos la pasamos emitiendo juicios (“opinando de todo”) con mayor o menor fundamento –en voz alta o para nosotros mismos- y lo hacemos, como veremos, por razones bien concretas.
Según la OL, los juicios constituyen un subtipo del “acto de habla” que Echeverría define como “declaración” y tienen un fin muy claro: abrirnos determinadas posibilidades para actuar. Los juicios constituyen la plataforma desde donde nos adentramos en el futuro dado que nuestras acciones (digamos... intencionales) se dirigen allí. Tenemos opiniones formadas (o deformadas) por diferentes razones, generalmente relacionadas con cómo hemos guardado cierta experiencia. Los juicios que se van reforzando, constituyen creencias cada vez mas arraigadas, en la medida de que verificamos que "tenemos razón". Esto no es más que un modo sencillo de explicar, desde una perspectiva cognitivista basada en el lenguaje, el aprendizaje humano.
Ahora bien. ¿Qué relación específica pretendemos establecer entre lo antedicho y nuestro cerebro? Es cierto que sin cerebro nada de esto podría suceder... pero si buscamos una relación más sutil, veremos sencillamente que nuestra manera de aprender como mamíferos humanos -una de las maneras en que nuestro cerebro opera para facilitarnos el aprendizaje- se relaciona fuertemente con nuestra capacidad de juzgar. Ya Nietzsche definió al ser humano como "animal que juzga". La clave está en el paralelismo sorprendente que vemos entre nuestra actitud de juzgar (lo cual incluye el pre-juzgar) y sostener nuestros juicios en y el funcionamiento de distintos grupos de neuronas dopaminérgicas (que usan el neurotransmisor dopamina para “comunicarse”).
Concretamente estas neuronas nos permiten vivenciar placentera o displacenteramente, la validez de nuestros juicios. ¿Cómo sucede esto? Lo crucial es la experiencia.
Recordemos que para Echeverría los juicios no son verdaderos o falsos, sino válidos o inválidos, dependiendo de factores como la autoridad que damos a quien lo emite y la riqueza en su fundamentación. La fundamentación de un juicio tiene, entre otras cuestiones, que estar respaldada en hechos verificables y comprobables por todo aquel que desee hacerlo, dado que el juicio “habla” de quien lo emite, lejos de ser una sentencia conocida y aceptada por la comunidad. En otras palabras, los juicios no suelen tener mucho consenso “desde el vamos” (aunque pueden convertirse a través de la persuasión y buenos fundamentos, en juicios compartidos) porque se alimentan de nuestras propias vivencias.
Volviendo entonces a la relación juicio/cerebro, vemos que "las experiencias" constituyen un factor común que relaciona “cómo aprende el cerebro” con nuestra tendencia a juzgar alegremente (o a veces tristemente) todo lo que ocurre. Un juicio, para no ser pre-juicio, debe provenir de la experiencia del que lo emite, la cual es “usada” para respaldarlo. (Un pre-jucio es un juicio sin fundamento en la experiencia. Por eso tiene tanta mala prensa).
¿Por qué la experiencia? Porque desde y a través de ella se pueden acreditar hechos. Digamos que una experiencia puede resumirse a hechos, acontecimientos que dejan algún registro verificable por otros además de mi persona.
Habiendo destacado la importancia empírica para formar y emitir juicios, pasemos a ver ahora lo que sucede dentro de nuestros cerebros. Como dijimos, distintos circuitos de neuronas segregan un neurotransmisor llamado dopamina que, entre otras cosas, es crucial para el aprendizaje. Hay un modo típico de aprender llamado “ensayo-y-error”. Recordemos que Maturana sostiene que solo dos motivaciones tiene el ser humano para actuar (y para aprender), una proviene de la curiosidad, otra del dolor. Esto se aplica perfectamente a esto de tener un cerebro que usa la dopamina para “enseñarnos” lo que ocurre en el mundo, ayudándonos a formar “modelos” lo más parecidos a ese mundo a fin de que, al emplearlos, minimicemos nuestros dolores. Pero esto sucede a riesgo de perder eventualmente, curiosidad: quien cree que ha conformado el mejor modelo del mundo dentro de su cráneo, posiblemente encuentre pocas ganas de seguir abriendo sus ojos al mundo...
Es por ello que cuando estamos en una primera etapa de aprendizaje, donde “todo es desconocido”, estos circuitos neuronales ayudan al cerebro a asimilar patrones detectados "en el mundo" de una manera que podría resumirse como “si X entonces Y” (hablamos entonces de patrones causales).
Imaginemos que cruzamos una calle por primera vez (con una preparación mínima sobre los posibles elementos o protagonistas involucrados). Podremos pisar la acera con más o menos timidez, pero pronto iremos descubriendo patrones como:
- SI viene un auto rápidamente y lo veo cada vez más cerca de mí sin detectar una disminución de su velocidad, ENTONCES siento miedo y no avanzo.
- SI el vehículo viene lentamente, ENTONCES puedo tomar el riesgo de avanzar.
- SI el semáforo de los vehículos está en rojo y el “mío” en verde, ENTONCES resulta que veo que ellos se detienen.
- SI ellos se detienen ante su semáforo “en rojo” ENTONCES es mi momento de cruzar...
La clave está en ir reemplazando expectativas pobres o nulas, azarosas y poco probables, por otras fundadas en la experiencia. Paradoja humana si la hay: pretendemos juzgar el futuro según el pasado. La manera en que se codifican estas experiencias es con ayuda de los circuitos dopaminérgicos de un modo simple. Habiendo vivenciado ya ciertas causas y efectos, tendremos la expectativa de estos efectos siempre que percibamos "causas similares".
Si se cumple entonces la expectativa, se libera más dopamina y nos sentimos bien. Si no se cumple, podemos sentir desagrado a la vez que ajustamos nuestra capacidad predictiva para que la próxima expectativa sea más “realista”. Al comienzo, probablemente no tengamos ese desagrado porque nuestras expectativas no se caracterizan por tener solidez: sabemos que lo que creemos que puede pasar puede no suceder, y ello no nos molesta (porque sabemos que no deberíamos saberlo). Esta es la aproximación a la acción por la curiosidad, “no debería saberlo porque es mi primera vez”, entonces “¿a ver cómo es esto?”. Cuando tenemos expectativas pobres o nulas (“porque es nuestra primera vez”) tenemos avidez de generar expectativas solidas y esto tiene un correlato cerebral. En estos casos la dopamina se libera cada vez que acertamos no una predicción, sino con nuestra intención. Si quiero algo y "ensayo" un modo de obtenerlo y da resultado: ¡dopamina!
Con estas dosis de placer vamos solidificando expectativas “creíbles”. Así aprendemos. Pero también sucede que una vez que ciertas expectativas obedecen a un patrón y tienen cierto fundamento empírico, las neuronas anticipan la segregación de dopamina “antes” de que la expectativa se cumpla, aunque el “splash” dopamínico solo sucederá si la expectativa finalmente se cumple. (Esto no siempre es así: por ejemplo en los casos de adicciones, debido a la búsqueda permanente de satisfacción dopamínica, su función comienza a fracasar y por ello se busca aumentar dosis y frecuencia, pero esto es otro asunto). Este anticipo es como comenzar a saborear antes del momento de tener el dulce. Es lindo, pero cuando el dulce llega, lo es más. Así es como nuestro cerebro incorpora patrones, genera expectativas que “quieren ser cumplidas” y vivimos alegremente siempre y cuando no haya algún “interruptus” (cualquier semejanza terminológica con otra cuestión también ligada a la biología humana, no es mera coincidencia).
En definitiva tenemos placer que reafirma las expectativas que encajan con los sucesos el mundo real y displacer cuando sucede lo contrario, cuando aparece la señal de error y los “sesos” se dan cuenta (a veces nosotros no) de que tienen todavía algo que aprender porque su predicción ha fallado. Nuestro mapa mental no es preciso, no es garantía de “calidad”. En este caso hemos de movernos, en el decir de Maturana: desde el dolor.
¿Y que tiene esto que ver con los juicios que emitimos? Resulta que si los juicios son nuestro modo de “adentrarnos” al futuro que “no conocemos”, de algún modo reflejan nuestras expectativas de ese futuro y enmarcan nuestras acciones para que actuemos “adecuadamente” conforme al mundo.
Si juzgo que el camión es lento y no hay semáforos... puedo decidir cruzar la calle asegurándome de hacerlo rápidamente. ¿Cuál es el fundamento? El haber visto X camiones y comparado su velocidad respecto de la de otros vehículos y mi capacidad de andar rápido. Si juzgo que hay semáforos habilitándome y veo que la mayoría de los motociclistas-de-delivery “prefiere” no respetarlos, juzgaré que es seguro cruzar con luz a favor excepto se me aproxime algún “motoquero con cajita feliz”.
Los juicios hablan de mí, porque se fundan en mi experiencia. Lo mismo le sucede a mis neuronitas dopaminérgicas. Patrones y expectativas se basan en experiencias codificadas. Primero se guardan poniendo el sello de placer dopamínico con cada patrón nuevo percibido, luego cada vez que se dan las cosas según estos patrones, al anticipar y tener nuestras expectativas cumplidas. Los juicios “hablan” de mis expectativas y este es el nexo que tienen ellos con el futuro que espero. Por eso quiero tener razón.
Cuando vemos frases de “autoayuda” que intentan conmovernos con la pregunta “¿quieres tener razón o ser feliz?”, si bien podemos inferir que la intención es poner de relevancia que convivimos en contextos humanos (es decir en permanente relación con nuestros semejantes) donde querer tener razón a ultranza “puede dañar las relaciones”, lo que se ha olvidado es que “tenemos necesidad neuronal de tener razón” y por eso es que queremos hacerlo a toda costa y podemos caer presos del llamado “sesgo de certeza”. Lo que opinamos, queremos que sea verdad y omitimos deliberadamente aquello que nos contradiga. No vaya a ser que al juzgar algo (lo que implica poner en juego determinadas expectativas), esperando el placer de la dopamina, nos encontremos con inesperados displaceres (acaso “adrenalínicos”). La región ventral estriada, que interviene a la hora de dar recompensas neuronales decrece su actividad cuando no sucede lo que esperamos, dando lugar a una mayor actividad amigdalina, poniéndonos alerta, es decir, con cierto nivel de estrés. (Las amígdalas cerebrales se activan para determinar el grado de amenaza ante cualquier situación de ambigüedad). Queremos que “el mundo, las cosas, los otros...” sean como “creemos que son” simplemente porque detectamos y asimilamos ciertos patrones que, a partir de cierto momento, esperamos que se cumplan para sentirnos bien. Cuando tenemos razón tenemos placer dopamínico, por eso adherimos a nuestros juicios cuanto más podemos y nos resistimos a desecharlos.
La "mala" noticia es que nuestra complejidad como humanos en un mundo de humanos no hace más que no ajustarse a los patrones a pesar de nuestra insistencia. Lo impredecible del mundo engloba, especialmente, una la lógica de “no linealidad causal” que emerge de muchos de los actos humanos que podríamos enmarcar (juzgar) como manifestaciones de la tan preciada “libertad humana”. Si tenemos esto en cuenta, mientras vivamos entre humanos (condición sine qua non para seguir siendo humanos) seguiremos viviendo en tierras de incertidumbre donde las reglas y patrones “si-entonces” nunca serán garantía de un suceso futuro. Ante esto, el error merece recuperar su lugar junto a las expectativas cumplidas (el lugar que inocentemente le otorgan “los curiosos”) o tal vez uno de mayor importancia que éstas últimas, si es que deseamos seguir aprendiendo. Aprender significa continuar cambiando nuestros juicios “a costa de nuestros dolores”, para mejorar nuestra adaptabilidad al mundo, es decir nuestra convivencia junto a los demás. La "buena" noticia es que contamos también con equipamiento cerebral para hacerlo.
El cambio surge a partir de admitir que “podemos no tener razón”, lo cual implica renunciar a nuestra pequeña (o no tanto) cuota de placer dopamínico, aguantando la molestia de nuestras expectativas no cumplidas.
Probablemente, luego de todo lo que hemos vertido en esta nota sobre cómo actuamos y qué pasa dentro de nuestras cabecitas humanas –al menos en parte–, tengamos que decir: “sí, cambiar resulta molesto”. No obstante, también resulta ser el mejor desafío que podemos asumir para que nuestros cerebros sigan aprendiendo...
Alexis Vidal
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